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CLASIFICACIÓN: CONFIDENCIAL. Autor: Manuel Carballal. ¡YA A LA VENTA!

MISIONEROS HERBORISTAS: CÉSAR FERNÁNDEZ DE LA PRADILLA


Hipatia de Alejandría, la gran científica asesinada de forma atroz por una horda de cristianos irracionales, dijo: 

«Comprender las cosas que hay en nuestra puerta es la mejor preparación para comprender aquellas cosas que están más allá». 

Algunos misioneros supieron verlo y, dejando de lado los escrúpulos doctrinales, tuvieron la suficiente inteligencia y humildad como para aprender de ellos. Sin duda uno de los más importantes es el padre blanco César Fernández de la Pradilla, al que estos conocimientos terminaron por costarle el sacerdocio. 

César Fernández de la Pradilla nació en Alberite (La Rioja) en 1935. Hizo sus estudios secundarios en Logroño, y después del bachillerato ingresó en el Seminario Diocesano. A los veintisiete años fue ordenado sacerdote en la congregación de los Misioneros de África y ese mismo año fue destinado a Burkina Fasso (antiguo Alto Volta) a un seminario menor con el fin de enseñar a jóvenes que se preparaban para el sacerdocio. Se le asignó la enseñanza de las ciencias biológicas, y para ser más eficaz fundó un jardín botánico y un museo de ciencias naturales. 

Poco a poco, el padre César se fue iniciando en el estudio de las plantas medicinales y contactó con numerosos curanderos, hasta doscientos, que le introdujeron en los métodos de la medicina tradicional africana. Así recogió unas tres mil recetas originales, utilizando plantas medicinales combinadas entre sí, destinadas a tratar las enfermedades locales. 

En 1992 el padre César fundó una cooperativa destinada a poner en manos de la población los tratamientos que él había descubierto y elaborado: Phytosalus. Para ello se fundó un centro en la capital, donde él mismo pasaba consulta utilizando un controvertido método de diagnóstico: la radiestesia. 

Aunque a sus pacientes africanos, acostumbrados a las excentricidades de los brujos, debía de parecerles de lo más normal. Su cooperativa comenzó a crecer ante el éxito que el «brujo blanco» tenía entre los nativos, hasta alcanzar diez sucursales en el país, atendiendo a miles de enfermos utilizando exclusivamente remedios autóctonos, adaptados y económicos. Pero esa fama creciente no era conveniente para quien se supone un sacerdote que debe estar entregado a la evangelización, y en julio de 1995 César Fernández recibió desde Roma la preceptiva confirmación del Decreto de Desvinculación con su Congregación. Después de veinticinco años con los Padres Blancos, el padre César volvía a ser un «civil», aunque nadie se atreverá a cuestionar sus conocimientos sobre etnomedicina y sobre el curanderismo africano en general. Afirmaba César Fernández: 

«La tradición sagrada universal nos dice que Dios quiso crear las plantas mucho antes que a los animales y al hombre, tal y como además lo atestiguan el registro fósil y la paleontología. El libro del Génesis nos dice que Dios, tras crear el universo vegetal, vio que era bueno y le dio su bendición, e incluso ayudó al hombre y mujer primordiales a reconocer las propiedades de cada uno de los arbustos y árboles del Edén (puesto por El al servicio de los seres humanos) y a darles un nombre. Las plantas medicinales forman parte del reino vegetal, que es parte básica de la naturaleza, y la naturaleza es obra del Creador. Dios no puede haber hecho cosas malas. Un viejo hadit del islam nos recuerda que en la naturaleza creada existen siempre remedios para cualquier mal que pueda acaecernos: "Dios no hizo descender ningún mal sin damos con él su remedio"». Yo añadiría la cita de la primera carta a los Tesalonicenses, que dice: «Examinadlo todo; retened lo bueno. Absteneos de toda especie de mal...» (Tesalonicenses, 5:21-22). 

Como César Fernández, otros sacerdotes, buenos amigos, que han ejercido la misión en esas regiones africanas, me han confirmado los conocimientos «mágicos» de los hechiceros africanos. Pero han ido un poco más allá que el ex padre blanco. Tanto el jesuita Enrique López como el dominico Antonio Felices me explicaron episodios mucho más espectaculares que habían tenido como protagonista a algún hechicero animista africano. El dominico aseguró incluso que había presenciado el exorcismo a un joven que había protagonizado todos los fenómenos imaginados por William Peter Blatty, autor de El exorcista. 

De hecho, en África nadie duda de que los hechiceros puedan ser poseídos por diferentes espíritus que les confieren extraordinarios poderes. Más aún, según la cultura tradicional, los espíritus pueden poseer animales, casas, fincas, y lo que es más extraordinario, los fetiches que les representan. Uno de esos misioneros, para argumentar su testimonio, me facilitó una cinta de vídeo que había sido grabada precisamente por un equipo de televisión español. Con entusiasmo me mostró las imágenes en el destartalado VHS de su sacristía, como si aquella grabación pudiese refrendar su afirmación de que sólo «el diablo» o algún espíritu impío podía explicar aquel aparente prodigio. 

Realmente el documento era interesante. Había sido grabado en el transcurso de un ritual de vudú en Abomey (Benin) y parecía concluyente. En medio de la plaza de la aldea, los brujos realizaban sacrificios de animales, tocaban los tambores sagrados y llevaban a cabo cantos y bailes rituales. En un momento determinado aparecían media docena de individuos portando en volandas un gran muñeco cónico. Era el engungu. Un fetiche, de casi dos metros de alto, que representa a los espíritus. A pesar de que era trasladado entre tantas personas, el aspecto del engungu, un muñeco de mimbre y paja, similar a los realizados por los nyau, parece muy ligero. Sobre todo porque en un instante determinado se ladea parcialmente mostrando el interior hueco y vacío a ojos de la cámara. En un momento del ritual, el engungu, que ha sido depositado en el centro de la aldea, comienza a moverse solo. Parece elevarse unos centímetros sobre el suelo, aunque nunca deja de arrastrar el faldón, con lo cual no puede confirmarse que levite, y comienza a girar y bailar por toda la plaza de la aldea, como si tuviese vida. 

Evidentemente, tanto los nativos como los reporteros europeos contemplan sobrecogidos cómo aquel muñeco de mimbre adquiere movimiento y vida cuando es «poseído» por el espíritu. Al terminar la frenética danza, nuevamente los hombres levantan el muñeco y se ve de nuevo que está vacío... 

Tuve la suerte de que el misionero me facilitase una copia del vídeo para poder analizarlo. Reconozco que durante la primera proyección me sentí profundamente desconcertado. Aquellas imágenes parecían una prueba de que los brujos africanos, después de todo, eran capaces de protagonizar fenómenos inexplicables. Pero antes de sacar conclusiones quería analizar el vídeo con detenimiento. Lo que no podía ni soñar en ese instante es que tiempo después yo mismo me enfrentaría a la misma magia que hace bailar el engungu, pero en Haití y cara a cara. La experiencia casi me cuesta la vida. 



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