El Último libro de Manuel Carballal ¡¡YA A LA VENTA!!

CLASIFICACIÓN: CONFIDENCIAL. Autor: Manuel Carballal. ¡YA A LA VENTA!

MAURITANIA: LOS CORANES DE LA CIUDAD PERDIDA


La ruta de Atar a Chinguetti normalmente se cubre en menos de dos horas. Sin embargo, nosotros tardamos menos, ya que, tras desandar la ruta recorrida el día anterior, salimos de nuevo a la pista principal ya más cerca de la ciudad perdida. Atravesamos una zona montañosa, de espectaculares paisajes: el paso de Amogar. Y, sobrecogidos por el paisaje, el tiempo se nos pasó volando hasta avistar por fin Chinguetti. 

Supongo que por estas fechas el viajero podrá hospedarse ya en el antiguo fuerte de la Legión Extranjera, que en mi última visita a Chinguetti estaba siendo habilitado por el alcalde de la ciudad como hotel de «lujo». Yo, sin embargo, opté por un alojamiento más acorde con el contexto: el albergue Mahmud en el oasis Edén. Dejé mis cosas en una jaima alquilada en dicho albergue, a la entrada de la ciudad, muy cerca del cementerio árabe. 

Cruzando una pequeña llanura, que me recordó el cauce seco de otro antiguo río, y dejando a la izquierda la Gran Duna, una colosal formación arenosa que da paso al desierto más puro y duro, y desde la que fotografiaría alguna de las puestas y salidas del sol más hermosas del Sáhara, está la zona «antigua» de la ciudad y sus mayores tesoros. 

Uno de los mayores atractivos de Chinguetti es su singular mezquita, única en todo el mundo árabe. Está presidida por un torreón, más que minarete, coronado por unos enormes huevos de avestruz. Y alrededor de dicha mezquita, una serie de bibliotecas en las que se conservan algunos de los ejemplares más antiguos del Corán y otros textos sagrados. 

En estas pequeñas qunrames musulmanas el viajero puede contemplar antiquísimos manuscritos coránicos que han sido reconstruidos con delicado tacto y esmero por los artesanos de los libros. Resulta emocionante contemplar sus delicadas ilustraciones, sus cuidadas encuadernaciones y esa fascinante escritura de los caligrafos árabes, que nos subyuga aunque no entendamos ni una palabra de lo que dicen sus páginas. 

Yo visité varias de esas madrasas (escuelas coránicas) y bibliotecas antiguas que han hecho célebre a Chinguetti en todo el mundo musulmán. Como la Biblioteca Ehel Amón, la Biblioteca Moulaye Mohamed Oult Ahmed Cherif, la Biblioteca Al Ahmed Malunoud o la Biblioteca Al Habot. Como en todas las demás de tradición familiar, durante generaciones se han traspasado de padres a hijos la responsabilidad de conservar aquellos manuscritos teológicos, ejemplares del Corán, biografías de Mahoma, etc., de valor incalculable. Todas las bibliotecas son privadas, y el puñado de ouiyas que cobran al visitante sirve para su conservación y mantenimiento; y para un proyecto, impulsado por el alcalde de Chinguetti, de escanear esos textos de inapreciable valor. 

Es recomendable no utilizar flash a la hora de fotografiarlos para no dañar las ilustraciones. Hay documentos traídos desde La Meca por los peregrinos; tratados de medicina, botánica y astronomía, ensayos teológicos y todo tipo de maravillas. En muchos puede apreciarse que las páginas dañadas han sido cosidas a mano a falta de adhesivos químicos. 

Los libros están forrados con tapas hechas de piel de camello o gacela. Las delicadas caligrafías árabes fueron realizadas con tintas fabricadas con carbón y agua, fijada con goma arábiga y distintos colores realizados con arcilla. Una técnica que todavía utilizan muchos estudiantes de las madrasas en sus chalas: tablillas de madera en las que se escribe un texto, normalmente fragmentos del Corán, que los niños memorizan durante días. Son los «cuadernos» del desierto. 

Es inevitable, al admirar esos tesoros bibliográficos que luchan por sobrevivir en unas condiciones tan adversas, recordar a todos los tiranos absurdos y cobardes que consideraron la quema de libros como un argumento a favor de sus ideologías. Desde la desaparecida Biblioteca de Cartago a las quemas de libros en el Berlín de Hitler, pasando por la destrucción de los archivos chinos de Shi-Hoang-Ti, los índices de libros prohibidos de la Inquisición o la terrible destrucción de la Biblioteca de Alejandría, quien atenta contra un libro, sea cual sea, atenta contra todo el derecho de la humanidad a recordar su historia. 

Cuando se destruyó el 95 por ciento de la magnífica colección de libros, manuscritos, papiros, etc., que se conservaban en el delta de Egipto, sin duda se mutiló para siempre nuestro conocimiento del pasado de la raza humana. Estoy seguro de que si conociésemos todos los documentos acumulados en Alejandría durante siglos, muchas cosas que hoy consideramos misterios de la historia no lo serían tanto. 

Todos los analistas históricos están de acuerdo en que muchos de los conocimientos técnicos y científicos que atribuimos a los siglos XVI, XVII o XVIII, como la teoría atómica, determinadas aplicaciones de la electricidad, la hidráulica y sobre todo de la aeronáutica, estaban esbozados ya en las obras de ciertos pensadores griegos. Por no hablar de nuestra comprensión de la historia de Egipto, el país anfitrión de tal archivo. 

Sin duda muchos relatos que hoy consideramos legendarios podrían ser comprendidos en su contexto si tuviésemos acceso a las obras de Manetón, Herón, etc., que se perdieron con la biblioteca. Una historia que, con mucha frecuencia, los contemporáneos olvidamos, intentando sustituirla por conjeturas y teorías sobrenaturales, muy desmerecedoras del pasado que nos ha hecho como somos. De hecho, algunas de esas bibliotecas de C'hinguetti, evidentemente ridículas en comparación con la de Cartago o Alejandría, que además funcionan como museos antropológicos, arqueológicos o etnológicos, pueden hacemos pensar mucho sobre ese pasado. 

Durante los días que pasé en Chinguetti tuve la oportunidad de conocer, de la mano de los conservadores de varias de esas bibliotecas-museo —como el joven Seidi, o el anciano señor Habot—, una muestra del ingenio y tenacidad de los antiguos habitantes del desierto. Allí pude examinar las ingeniosas muelas y piedras trituradoras de la época neolítica, inventadas por los nómadas para moler la harina. O el gourba, o «frigorífico del desierto», que no es otra cosa que un odre fabricado con piel de cordero o cabra para conservar el agua o la leche frescas. La piel de estas «cantimploras» exuda, y la evaporación de esa sudoración refrigera el liquido del interior. Hasta tal punto que en las ciudades como Nouakchott, Nema, Zoueratte, Tidjikja o cualquier otra del país puede verse en la actualidad los gourbas en la parte trasera de los coches, porque muchos mauritanos aseguran que prefieren el agua conservada ahí que en los frigoríficos occidentales... 

Admiré los ingeniosos candados y cerraduras de madera o metal, y las fascinantes sillas de los dromedarios, una verdadera obra de arte, no sólo por el estético labrado de la madera, sino por su extraordinario sentido práctico. Las sillas de los dromedarios no sólo suponen un excelente ejercicio matemático, distribuyendo el peso de pasajeros y equipaje de forma precisa para evitar accidentes en las caravanas, sino que, una vez en destino, se metamorfosean en camas, mesas, etc., para las jaimas de los nómadas. Por no hablar de las jarras beduinas, una de las piezas más entrañables de mi personal colección de «reliquias» viajeras. 

Se trata de jarras de barro cocido, surcadas por un ingenioso sistema interior de canales para depositar el agua, que se introduce por la base de la jarra (lo que parece atentar contra la ley de la gravedad), y que sólo vierte el agua si se gira de una forma determinada. Además, los canales interiores mantienen más fresca el agua en los calinosos desiertos africanos. Algo que también hacen nuestros conocidos botijos. Cada vez que escucho a algún occidental asegurar que la construcción de los grandes monumentos del pasado, que la confección de complejas observaciones astronómicas o que los cálculos matemáticos necesarios para tal o cual misterioso monumento antiguo eran imposibles para nuestros ancestros, recuerdo a las gentes del desierto, capaces de sobrevivir en uno de los ecosistemas más duros del planeta todavía hoy. 

Estoy seguro de que, si quienes menosprecian el ingenio, la capacidad y la motivación de nuestros antiguos hubiese convivido un poco con los herederos de todas esas civilizaciones antiguas, descubriría que el potencial creativo del ingenio humano es enorme. Y la mejor prueba es que, a pesar de todas las fuerzas de la naturaleza, el hombre siempre sobrevive y prospera. 

La vida en el desierto, como en las montañas, en las estepas o en las selvas tropicales, siempre ha obligado a los humanos a observar a la naturaleza y a aprender de ella. Y aunque los occidentales estemos ciegos y sordos a esas lecciones, atrofiados por las comodidades de nuestro sistema de vida, todo lo que la física, la química, la arquitectura o las matemáticas pueden enseñarnos está ahí, ante nuestras narices, en la observación de la naturaleza. Sólo hay que tener tiempo, o necesidad, para aprender de ella. Georges Sand, entre su prestigiosa obra literaria francesa, escribió: 

«Lo verdadero es demasiado sencillo, pero siempre se llega a ello por lo más complicado». 

Por supuesto que el viajero puede disfrutar de muchas más cosas en Chinguetti: desde el multicolor mercado de artesanía a las sorprendentes cuevas y galerías subterráneas que recorren kilómetros bajo tierra a las afueras de la ciudad. Sin embargo, yo tenía mucho más interés en visitar otro punto arqueológico, situado a menos de una hora de camino, nuevamente en el paso de Amogar. Se trataba de otra cueva con figuras rupestres. 

Este nuevo grupo presenta escenas mucho más interesantes. Se trata de yacimientos neolíticos que nos ofrecen «fotos rupestres» de un Sáhara tropical, repleto de vida Escenas de caza, danás, rituales religiosos. Los misteriosos artistas aprovechaban todos los quiebros de la roca para plasmar figuras boca arriba o boca abajo, en un simbolismo que nos es totalmente incomprensible. 

En estas paredes encontramos sugerentes figuras antropomorfas, muy similares a las del conocido Tassilli, y también animales de todo tipo: antílopes, gacelas e incluso jirafas. Lo que sugiere que esa región del Sáhara era parte de la selva africana hace siglos. Sin embargo, lo más interesante se encuentra en un nivel superior de ese mismo emplazamiento, donde descubrimos pinturas de manos humanas y sugerentes formas de origen desconocido, idénticas a las que podremos observar en puntos muy remotos del planeta. Especialmente una, bautizada como «el ovni» por viajeros europeos, quizá demasiado generosos, y que los arqueólogos y expertos en arte rupestre prefieren catalogar como una representación del sol... Un poco extraño, pero sol al fin y al cabo. 

Quizá ni unos ni otros tengan razón del todo. Porque aquel «ovni», como todos los demás fenómenos anómalos, obedece, según los habitantes del desierto, a otra causa muy diferente y que nada tiene que ver con alienígenas. El origen de aquel y de otros muchos misterios es el mismo. Unas criaturas mágicas descritas con todo detalle en los coranes que se custodian en las bibliotecas de Chinguetti. Unos seres legendarios de los que ya me había hablado mi amigo Ahmed bajo las estrellas del desierto, en nuestro campamento de las dunas: los yinnas. 

Por algo el Sagrado Corán, en su sura 72, dedicada íntegramente a los genios, dice: 

«Hemos palpado el cielo y lo hemos encontrado lleno de guardianes severos y de centellas. Y nos sentábamos allí, en sitios apropiados para oír. Pero todo aquel que escucha, al punto, encuentra una centella que le acecha...» (72:8-9). 





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