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El Último libro de Manuel Carballal ¡¡YA A LA VENTA!!
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Siguiendo viaje hacia el sur, hacia una de las fronteras con Mozambique, el viajero verá desfilar ante él infinidad de estampas contradictorias. Mujeres ataviadas con las características kapulanas, de llamativos colores; niños de corta edad que llevan el cuaderno escolar (los que lo tienen) en una mano, y la azada para trabajar la tierra en la otra; las plantaciones de mandioca, maíz y patata. Y más allá de la carretera, las montañas.
En Malawi, como en toda Africa, como en todo el mundo en realidad, las montañas han jugado un papel especial en el desarrollo de las creencias religiosas. Existen montañas sagradas en todos los rincones del planeta. Lugares que han sido sacralizados, las más de las veces por razones lógicas. Muchas de esas montañas fueron divinizadas por poseer aguas termales, otras por albergar cavernas profundas, algunas por ser el origen de ríos o lagos, y las hay incluso que encierran leyendas ancestrales, probablemente originadas por meteoritos o bólidos llegados del cielo.
Lola, una colaboradora social de las Naciones Unidas a la que conocí al visitar la factoría de cerámica de Dedza, una población situada a ochenta y cuatro kilómetros al sur de Lilongwe, me narró algunas de esas leyendas africanas asociadas a «piedras y montes de poder»:
«En Camerún, por ejemplo, y aislada en medio de la sabana, existe una roca gigantesca que según los nativos cayó del cielo, como una especie de asteroide enorme. Según la leyenda, una tribu primitiva se protegió en esa roca llegada del cielo huyendo de otras tribus hostiles. Al internarse en las cuevas de esa gran roca una araña gigantesca cubrió la montaña con su tela protegiendo a esa tribu de escogidos. Después de un tiempo, aquellos nativos primitivos rompieron la tela saliendo al exterior, pero ya no eran los mismos. Habían evolucionado convirtiéndose en los primeros bantúes, que luego se extendieron por el continente...».
Aún no podía suponerlo, pero en otros puntos del planeta me encontraría después gigantescas «piedras del espacio», idénticas a ésa, que también fueron divinizadas y sobre las que surgieron todo tipo de leyendas mágicas. No podía ser de otra manera. Y justo en el distrito de Dedza existen varias de esas montañas, en las que encontramos numerosos sitios arqueológicos donde podemos contemplar dibujos, grabados y petroglifos, inquietantemente similares a los que fotografié en el Sáhara y en otras partes del mundo.
En realidad existen dos grandes concentraciones arqueológicas de este tipo en el sur de Malawi. Una, en torno a Dedza, donde encontramos los sitios rupestres de Chongoni, Namzeze, Mlunduni, Chencherere, Ulazi, Mphunzi, Chigwenembe, Nsana wa Ngombe y Diwa. La segunda está aún más al sur, a unos trescientos cincuenta kilómetros de Lilongwe, en torno a Limbe. Allí se concentran también los sitios de Naisi, Nkhoronje, Sanjika, Lisau, Ntawira, Machemba, Midima y Miko-longwe. Algunos de los petroglifos y grabados rupestres más extraordinarios del mundo, desde el punto de vista de la evolución de las creencias, están allí. Lo prometo. Y estoy seguro de que cuando arqueólogos y etnólogos, como Lindaren y Schoffeleers, se encontraron con ellos, descubrieron una de las claves del secreto de los dioses.
En 1985 ambos autores publicaron Arte rupestre y simbolismo nyau en Malawi, un fascinante estudio sobre los petroglifos y pinturas rupestres de las sociedades secretas nyau que aún perviven en el centro de Malawi, en el este de Zambia y en la provincia Tete de Mozambique, al este del río Luangwa. Las sociedades secretas nyau se caracterizan por sus brujos-bailarines, que utilizan unas máscaras y trajes tejidos con hojas o raíces anudadas, únicos en el chamanismo africano. Las danzas de un brujo nyau pueden llegar a durar hasta cinco días, sumiendo al danzante en un estado alterado de conciencia, por agotamiento, que le hará viajar al mundo de los espíritus. Pero además los nyau marcan sus «territorios sagrados» con unas pinturas rupestres y símbolos que sólo los iniciados pueden conocer. Por eso los antropólogos, como Lindaren y Schoffeleers, encontraron esas fascinantes pinturas en cuevas y grutas que los nyau utilizaban para sus rituales y reuniones, o bien para almacenar sus trajes y máscaras sagradas.
En esas grutas y rocas se encontraron infinidad de símbolos, muy similares a los descubiertos en las pinturas rupestres y petroglifos de todo el mundo: símbolos geométricos, figuras antropomorfas, animales como antílopes, serpientes, pájaros y... —atención a esto— dibujos inequívocos de coches, máquinas de vapor o motocicletas. Más aún, para sus celebraciones rituales, los nyau han llegado a construir, con mimbre, figuras de esos antílopes... o de coches, muy similares a los aviones de madera y mimbre construidos por los melanesios, que recibieron la visita de los pilotos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Los indígenas de aquellas islas creían que los «pájaros metálicos» que portaban a hombres blancos eran «dioses» que les hacían regalos (chocolatinas, baratijas, alcohol, etc.).
Cuando los «dioses blancos» abandonaron Melanesia a bordo de sus «pájaros metálicos», al terminar la guerra, construyeron réplicas de esos aviones, con mimbre y madera, para recordar a sus particulares dioses blancos llegados del cielo. Pues bien, en las pinturas de los nyau aparecen coches o motos, que además son reconstruidos en mimbre, con la misma fidelidad que las pinturas. Pero antes de que los entusiastas empiecen a suponer que existían coches, motos y máquinas de vapor en el África prehistórica, desentrañaré el inexistente misterio.
Lindgren estudió a fondo las pinturas rupestres nyau y distinguió dos tipos: las realizadas con color rojo y las realizadas con arcilla pulverizada y harina de maíz, de color blanco. Estas últimas son las que plasman esos vehículos modernos y, evidentemente, son del siglo pasado. Las rojas datan, probablemente, del siglo XVI, y representan reptiles con apéndices, criaturas mitológicas, fenómenos naturales (sol, luna, lluvia, etc.). Según las dataciones de Lindgren, las pinturas rojas y blancas pertenecen a dos grupos nyau diferentes, que sin embargo llegaron a convivir en algún momento de la historia reciente.
Desgraciadamente, requeriría mucho tiempo detallar el interés antropológico de esta circunstancia. Me contentaré, por el momento, con resaltar que todavía hoy los nyau utilizaban algunas de sus pinturas rupestres, por ejemplo las que representan lluvia, en sus rituales de «magia simpática». Arrojan piedras a las pinturas, como si de esta forma pudiesen golpear las nubes, para que soltasen el liquido imprescindible para regar sus cosechas. Este dato es importante, porque tal vez uno de los mayores enigmas arqueológicos de Perú tenga el mismo significado...
Por otro lado, y como ocurrió en Melanesia con los llamados «cultos del carguero», los indígenas añadieron a su liturgia espiritual figuras nuevas, extraídas de sus contactos culturales, con elementos antes desconocidos. Los que nunca habían sido vistos, como los yinnas. Fascinante. El hombre primitivo, usando un argumento lógico, intentaba influir en la naturaleza influyendo en los símbolos de la naturaleza. Y, por otro lado, añade a sus panteones religiosos nuevos elementos mistéricos que antes le eran desconocidos. ¿No resulta más fácil comprender esta argumentación que el misterio de la Santísima Trinidad?
Y para saber algo más al respecto me reuní con Christopher Lhawanda y Lovemore Pemba. De la mano de estos expertos nativos quería conocer algunos detalles antropológicos de las tradiciones mágicas y religiosas. Y, durante la entrevista, surgió un concepto que me dejó perplejo. Christopher y Lovemore me hablaron de los diferentes tipos de brujos y hechiceros, muchos de los cuales se especializan en un tipo de actividad determinada: unos utilizan las hierbas y raíces, otros se ocupan de los espíritus de los antepasados, otros de las posesiones, otros adivinan el futuro, etc. Básicamente, igual que puede ocurrir con los diferentes tipos de médiums y curanderos en Europa.
También me hablaron de las escenas mágicas recogidas en los petroglifos y pinturas rupestres, tanto nyau como de otras sociedades secretas y etnias. En su opinión, como en la de numerosos antropólogos y arqueólogos, las espirales, esferas y figuras geométricas probablemente estaban relacionadas con imágenes religiosas. Lo que Christopher y Lovemore ignoraban es que esas mismas imágenes están representadas en petroglifos y pinturas rupestres de todo el planeta.
En 1968 Erich Anton von Däniken, un audaz escritor nacido en Zofingen, Suiza, treinta y dos años antes, publicaba su primer libro: Recuerdos del futuro, al que me referiré más adelante. Däniken, con quien compartí mesa de conferencias en la Universidad Complutense de Madrid, hace unos años, exponía una teoría tan aventurada como infalseable. En su opinión, pinturas rupestres y petroglifos muy similares a los de Malawi y otros enigmas arqueológicos del pasado sugerían que la humanidad había recibido la visita de seres extraterrestres en algún momento de su historia remota. Si Däniken hubiese visto los coches rupestres de los nyau...
A lo largo de mis viajes me he topado una y otra vez con las teorías de Däniken y, siendo completamente sincero, creo que ahora me encuentro en disposición de rebatir muchos de sus argumentos y los de la escuela astro-arqueológica (no confundir con arqueoastronomía) que lidera. Y Christopher Lhawanda y Lovemore Pemba tenían su propia opinión al respecto. Me costó algunos esfuerzos transmitirles mis preguntas.
Es cierto que comienzan a llegar publicaciones como el librito de Dede Kamkondo, siempre en inglés, sobre el tema, pero saliendo de las grandes ciudades descubres que en chewa no existen palabras equivalentes para conceptos como alienígena, naves espaciales, etc., tan recurrentes en la obra de Däniken. Y, por supuesto, no se trata de que ellos no comprendiesen mis inquietudes, sino que intentaban hacerme entender que en su cultura ni siquiera existen esos términos. En un mundo en el que una tribu puede considerarse como la única habitante de su universo conocido, la selva, porque al tocar los tambores en la noche nadie le responde, no existen palabras equivalentes para cohete, astronave, o alienígena.
Continué intentándolo, interesándome por si existían, como los yinnas del Sáhara, elementos mitológicos autóctonos que pudiesen ser identificados con fenómenos aéreos extraños, como las luces nocturnas en el cielo. Y entonces ocurrió algo fantástico. Mis interlocutores respondieron afirmativamente. Allí también se veían extrañas luces en los cielos algunas noches, pero todos sabían que se trataba de los «carros de brujas» (biseni lichelo). Inmediatamente pensé en los «cultos del carguero» y en las representaciones artísticas de algunos elementos de la vida cotidiana, adaptados al imaginario místico. Supuse que esos «carros de brujas» serían algún tipo de vehículo místico que en el folclore popular sirviese a los hechiceros africanos para desplazarse. Algo similar a las escobas voladoras de nuestras brujas europeas.
Cuál no fue mi sorpresa cuando Christopher se levantó, salió de la habitación y regresó al cabo de unos minutos con un objeto que había recogido en una choza cercana. Se trataba de una panera de mimbre de forma discoidal. Así son, dijo, los «carros de las brujas» en los que se desplazan los espíritus de los antepasados...
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