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El Último libro de Manuel Carballal ¡¡YA A LA VENTA!!
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Probablemente, cuando las entrañables Carmen García y Margarita Meza llegaron al Sáhara y comenzaron a trabajar con las mujeres mauritanas a la vez que les brindaban un testimonio cristiano, no podían identificar esas pequeñas cicatrices que muestran muchas de ellas en ciertas partes de sus cuerpos. Tal vez, durante los primeros meses o años de estancia en la misión, no podían interpretar el significado de algunos de sus tatuajes, o de esas extrañas pinturas en las paredes de las casas o de las calles. Es probable que al principio atribuyesen a cuestiones estéticas ciertos peinados, ciertas joyas y ciertos abalorios que muchas de aquellas mujeres, oficialmente musulmanas, portaban consigo constantemente. Pero ese tiempo pasó.
Todos los misioneros que tienen un trato estrecho con los nativos han aprendido hasta qué punto la superstición y el pensamiento mágico anida en los corazones de los más humildes. Y en lugares donde las condiciones de vida son tan duras como en África, esas supersticiones están mucho más arraigadas. Siempre lo han estado. Incluso cuando llegó el islam.
Por mucho que el cristianismo y el islam abominen de hechiceros, sortilegios, amuletos y adivinos, Carmen García y Margarita Meza saben que «sus mujeres» con frecuencia acuden a estos personajes. Igual que ocurre en Europa con las más beatas católicas, que visitan la consulta del astrólogo después de salir de misa. Y es que en las calles de Nouakchott, Nouadhibou o cualquier otra ciudad importante del país, incluso en las menos importantes, y hasta en las aldeas más remotas, pude encontrarme con una serie de insólitos personajes que practicaban todas las formas imaginables de la magia. Y digo magia en todos los sentidos.
Cualquier viajero observador, interesado en la antropología de la religión, podría darse cuenta de que los mismos koris o conchas de adivinación, utilizadas en Mauritania, son los buzios que usan los babalaos en Cuba. O que las mismas recetas y mezclas de raíces y venenos animales fabricadas por los médicos tradicionales africanos son confeccionadas en Haití por los bokors vudús. Y esas prácticas mágicas se pierden en los tiempos más remotos.
Mucho antes de que el islam llegase a estas tierras, e incluso mucho antes de que Jesús, Buda, Moisés o Krisna hubiesen sido concebidos. Con la llegada del islam, a partir del siglo VI, estas prácticas remitieron o se sincretizaron con otras prácticas intrínsecamente musulmanas, dando lugar a personajes espiritualmente andróginos, que mezclaban las creencias tradicionales animistas con el Corán. Ese fenómeno se ha potenciado en los últimos años al convertirse Mauritania en un paso obligado para los inmigrantes que llegan desde Mali, Senegal o el resto del Africa subsahariana con la intención de cruzar hacia las islas Canarias o, a través de Marruecos, en dirección a la Península Ibérica.
Muchos de esos personajes, supuestamente iniciados en la medicina tradicional, la religión animista africana y el islam, se quedan en el país echando raíces y dedicándose a ejercer allí su «magia». Personajes como Muhammad Datta.
Conocí a Muhammad Datta gracias a las misioneras católicas que, sin proponerlo, me pondrían en la parrilla de salida, dispuesto a iniciar otra etapa del viaje. Se trata de un brujo y curandero senegalés, afincado en Mauritania desde hace muchos años.
Muhammad es un ejemplo excelente de ese tipo de hechicero africano, educado en el animismo tradicional que, asentado en un país musulmán, ha integrado los símbolos de poder islámicos en su arsenal mágico. Muhammad utiliza en sus rituales y curaciones, con la misma naturalidad, las páginas del Corán que las astillas de baobab, las «manos de Fátima» que los tambores rituales...
Puede confeccionar una pócima contra el estreñimiento o la diarrea con la misma pericia con que fabrica un amuleto de protección contra el mal de ojo. Puede crear un fetiche vudú con la misma habilidad con que realiza un «cuadrado de poder», de esos que presentan nueve cifras mágicas en sus caras, cuya suma equivale al nombre de Dios. Para favorecer el desarrollo de la inteligencia de los alumnos se inscribe el kaiketar en sus pizarras.
Para favorecer el entendimiento entre los que habitan una tienda se coloca la progresión de los números del boudour en la cumbrera de la jaima. Para obtener seguridad y atraer al amado las mujeres utilizan la alenha, una tintura con la que se tatúan caracteres más mágicos que estéticos en el cuerpo, que también fabrica el brujo senegalés. Me consta que Muhammad es querido y respetado, hasta temido, por su comunidad. Y lo desconcertante es que incluso las misioneras y misioneros católicos atestiguan que posee unos poderes que rayan lo sobrenatural.
De hecho, en Roma existen informes debidamente redactados por agentes vaticanos sobre personajes como Muhammad Datta y otros hechiceros africanos capaces, según los testimonios de sus clientes, incluso de resucitar a los muertos. Y lo hacen. Pero explicaré cómo un poco más adelante.
Datta me abrió las puertas a la brujería africana, pero a mí me tocaba cruzar el umbral. Así que cogí mis bártulos, alquilé un coche con chófer y salí de Nouakchott en dirección sur, hacia la frontera natural que divide el África negra del África árabe: el río Senegal. Exactamente tres horas y veinte minutos después llegamos al puesto fronterizo de Rosso. En la frontera no había ningún otro blanco más que mi acompañante y yo. Cruzamos en río hacinados entre un montón de africanos, como en una patera del estrecho. Y al llegar al otro lado, sentí un hormigueo especial en la boca del estómago. En cuándo mi bota tocó el suelo para desembarcar, me conciencié de que allí empezaba el África negra.
El África con mayúsculas. El África de Livingstone, de la reina de Saba y del tráfico de esclavos. El África donde el primer primate, del que todos descendemos, se preguntó por primera vez quién era, de dónde venía y hacia dónde iba su destino. Y aquí nació Dios.
Por mucho que el cristianismo y el islam abominen de hechiceros, sortilegios, amuletos y adivinos, Carmen García y Margarita Meza saben que «sus mujeres» con frecuencia acuden a estos personajes. Igual que ocurre en Europa con las más beatas católicas, que visitan la consulta del astrólogo después de salir de misa. Y es que en las calles de Nouakchott, Nouadhibou o cualquier otra ciudad importante del país, incluso en las menos importantes, y hasta en las aldeas más remotas, pude encontrarme con una serie de insólitos personajes que practicaban todas las formas imaginables de la magia. Y digo magia en todos los sentidos.
Cualquier viajero observador, interesado en la antropología de la religión, podría darse cuenta de que los mismos koris o conchas de adivinación, utilizadas en Mauritania, son los buzios que usan los babalaos en Cuba. O que las mismas recetas y mezclas de raíces y venenos animales fabricadas por los médicos tradicionales africanos son confeccionadas en Haití por los bokors vudús. Y esas prácticas mágicas se pierden en los tiempos más remotos.
Mucho antes de que el islam llegase a estas tierras, e incluso mucho antes de que Jesús, Buda, Moisés o Krisna hubiesen sido concebidos. Con la llegada del islam, a partir del siglo VI, estas prácticas remitieron o se sincretizaron con otras prácticas intrínsecamente musulmanas, dando lugar a personajes espiritualmente andróginos, que mezclaban las creencias tradicionales animistas con el Corán. Ese fenómeno se ha potenciado en los últimos años al convertirse Mauritania en un paso obligado para los inmigrantes que llegan desde Mali, Senegal o el resto del Africa subsahariana con la intención de cruzar hacia las islas Canarias o, a través de Marruecos, en dirección a la Península Ibérica.
Muchos de esos personajes, supuestamente iniciados en la medicina tradicional, la religión animista africana y el islam, se quedan en el país echando raíces y dedicándose a ejercer allí su «magia». Personajes como Muhammad Datta.
Conocí a Muhammad Datta gracias a las misioneras católicas que, sin proponerlo, me pondrían en la parrilla de salida, dispuesto a iniciar otra etapa del viaje. Se trata de un brujo y curandero senegalés, afincado en Mauritania desde hace muchos años.
Muhammad es un ejemplo excelente de ese tipo de hechicero africano, educado en el animismo tradicional que, asentado en un país musulmán, ha integrado los símbolos de poder islámicos en su arsenal mágico. Muhammad utiliza en sus rituales y curaciones, con la misma naturalidad, las páginas del Corán que las astillas de baobab, las «manos de Fátima» que los tambores rituales...
Puede confeccionar una pócima contra el estreñimiento o la diarrea con la misma pericia con que fabrica un amuleto de protección contra el mal de ojo. Puede crear un fetiche vudú con la misma habilidad con que realiza un «cuadrado de poder», de esos que presentan nueve cifras mágicas en sus caras, cuya suma equivale al nombre de Dios. Para favorecer el desarrollo de la inteligencia de los alumnos se inscribe el kaiketar en sus pizarras.
Para favorecer el entendimiento entre los que habitan una tienda se coloca la progresión de los números del boudour en la cumbrera de la jaima. Para obtener seguridad y atraer al amado las mujeres utilizan la alenha, una tintura con la que se tatúan caracteres más mágicos que estéticos en el cuerpo, que también fabrica el brujo senegalés. Me consta que Muhammad es querido y respetado, hasta temido, por su comunidad. Y lo desconcertante es que incluso las misioneras y misioneros católicos atestiguan que posee unos poderes que rayan lo sobrenatural.
De hecho, en Roma existen informes debidamente redactados por agentes vaticanos sobre personajes como Muhammad Datta y otros hechiceros africanos capaces, según los testimonios de sus clientes, incluso de resucitar a los muertos. Y lo hacen. Pero explicaré cómo un poco más adelante.
Datta me abrió las puertas a la brujería africana, pero a mí me tocaba cruzar el umbral. Así que cogí mis bártulos, alquilé un coche con chófer y salí de Nouakchott en dirección sur, hacia la frontera natural que divide el África negra del África árabe: el río Senegal. Exactamente tres horas y veinte minutos después llegamos al puesto fronterizo de Rosso. En la frontera no había ningún otro blanco más que mi acompañante y yo. Cruzamos en río hacinados entre un montón de africanos, como en una patera del estrecho. Y al llegar al otro lado, sentí un hormigueo especial en la boca del estómago. En cuándo mi bota tocó el suelo para desembarcar, me conciencié de que allí empezaba el África negra.
El África con mayúsculas. El África de Livingstone, de la reina de Saba y del tráfico de esclavos. El África donde el primer primate, del que todos descendemos, se preguntó por primera vez quién era, de dónde venía y hacia dónde iba su destino. Y aquí nació Dios.
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