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El Último libro de Manuel Carballal ¡¡YA A LA VENTA!!
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El 30 de agosto del año 2004, los observadores de la Iglesia nos sorprendimos al averiguar que el Santo Padre había aceptado la precipitada dimisión del cardenal Marchisano, amigo personal de Karol Wojtyla desde 1962, de la Comisión de Arqueología Sacra del Vaticano. En su lugar el Papa nombró sucesor al obispo Mauro Piacenza, hasta entonces presidente de la Pontificia Comisión para los Bienes Culturales de la Iglesia.
Requeriría demasiado tiempo detallar las soterradas redes del poder de Roma y las influencias internas que ejercen algunos miembros de la curia vaticana, y éste no es el momento oportuno. Pero baste decir que la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, por definición, confiere al Vaticano el sentido de ser lo que es: la sede terrenal del cristianismo.
El trono de Pedro está donde está por una justificación arqueológica e histórica, aunque sea tan cuestionable como cuestionada. Dicha comisión fue instituida por Pío IX exactamente el 6 de enero de 1852 «para custodiar los sagrados cementerios antiguos, su conservación, ulteriores exploraciones, investigaciones y estudios y proteger las más antiguas memorias de los primeros siglos cristianos, los monumentos insignes».
La Comisión de Arqueología Sacra fue creada por sugerencia de un arqueólogo romano, Giovanni Battista de Rossi, que es considerado el padre y fundador de la arqueología cristiana, a fin de organizar mejor las excavaciones, restauraciones y tutela del gran complejo de catacumbas que estaba saliendo a la luz en la Via Appia. Este experto aportó las bases científicas de la arqueología cristiana, estudiando y excavando las catacumbas romanas, según un moderno método topográfico que toma en consideración simultáneamente las fuentes históricas y los monumentos. No en vano una calle lleva su nombre en Roma, en cuyo número 46, por cierto, se ubica la Congregación del Santísimo Sacramento. El papa Pío XI, con un motu propio del año 1925, definió las competencias de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, cuya acción referente a las catacumbas fue precisada después con normas oportunamente concordadas con las autoridades italianas (cf AAS Inter Sanctan Sedem et Italiam convenciones, 18 feb., 15 nov. 1984, Ciudad del Vaticano, 1985, art. 12, 2).
Los Pactos Lateranenses ampliaron sus competencias y ámbito de acción y de estudio a todas las catacumbas existentes en el territorio italiano. En los lugares confiados a la Pontificia Comisión nada se puede modificar sin su permiso: tiene la dirección de cualquier trabajo que se practique y publica sus resultado; establece las normas para el acceso del público y de los estudiosos en los sagrados cementerios e indica que criptas y con qué cautelas se pueden utilizar para la liturgia.
La Pontificia Comisión de Arqueología Sacra tiene su sede en el Pontificio Instituto de Arqueología Cristiana, en Roma. El 7 de junio de 1996, el Santo Padre recibió en audiencia a los responsables, miembros y obreros de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, juntamente con los directores de las cinco catacumbas de Roma: San Calisto, San Sebastián, Santa Domitila, Santa Priscila y Santa Inés. El objeto de aquella audiencia era la preparación del gran jubileo del año 2000, el año «del fin del mundo» según la psicosis fundamentalista. El Papa les puso de relieve el «alto significado histórico y espiritual» de las catacumbas de Roma, y sobre todo de la tumba del apóstol Pedro, «piedra» sobre la que se edificó la Iglesia católica de Roma.
El 12 de febrero de 2002, y coincidiendo con el sesquicentenario de su fundación, Juan Pablo II volvió a subrayar la trascendencia de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra del Vaticano, con un emotivo comunicado, que dirigió personalmente a su amigo el cardenal Francesco Marchisano, al que «curaría» milagrosamente un par de años después. Dicho comunicado papal se iniciaba con estas palabras:
«Han pasado ciento cincuenta años desde que mi predecesor, el beato Pío IX, hizo realidad el primer proyecto articulado de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, instituida poco tiempo antes para ampliar la recolección de antigüedades cristianas, reunirlas en un local adecuado y formar con ellas un museo, que tomaría luego el nombre de Museo Pío Cristiano...».
En el Museo Pío Cristiano se conservan restos arqueológicos sumamente interesantes. Algunos confirman relatos y mitos de la tradición católica, como por ejemplo el pedazo de la estela de Aberkios, descubierta a finales del siglo XIX en Hierápolis. Este fragmento de historia confirma la leyenda del siglo IV en tomo al obispo Aberkios, quien habría llegado a Roma para exorcizar a la hija del emperador Marco Aurelio, la pequeña Faustina. Según la parte no contrastable del mito, Aberkios, una especie de padre Karras de El exorcista pero a la antigua, obligó al demonio, después de liberada la joven, a transportar desde Roma a Hierápolis un pesado altar. Sin embargo, otros de los restos arqueológicos custodiados en el Museo Pío Cristiano, como en las mismas catacumbas, resultan contradictorios, cuando no totalmente incompatibles, con la tradición cristiana de los creyentes. Y aquí empiezan mis problemas.
Cada día visitan, tanto el museo como las catacumbas de Roma, miles de peregrinos. La inmensa mayoría resulta tan embargada por la incuestionable carga emocional del lugar, que no se detiene a reflexionar sobre las incongruencias que surgen entre aquellas evidencias arqueológicas y nuestra forma de entender el cristianismo en la actualidad. Un análisis objetivo de las evidencias arqueológicas sobre la historia del cristianismo que se custodian en los archivos de la Pontificia Comisión de Arqueología Sacra, y en los demás archivos secretos vaticanos, situaría en una posición muy incómoda a los católicos, y a los cristianos en general; sobre todo a los que padecemos el estigma intelectual de la curiosidad, y la maldición racional del escepticismo.
Las cosas son mucho más sencillas cuando no te planteas los porqués, o si tus creencias espirituales tienen una base histórica rea. Es evidente que un altísimo porcentaje de los exégetas, teólogos e historiadores que comenzaron a analizar las evidencias arqueológica históricas y materiales del cristianismo, con objeto de reconstruir fielmente la vida de Jesús, y la historia de la Iglesia, descubrieron que las tradiciones aceptadas durante dos mil años por los cristianos de todo el mundo no tienen ningún fundamento demostrable. ¡Ni siquiera constan en la Biblia!
Es como si una inercia misteriosa nos hubiese hecho creer, a fuerza de repetirlas una y otra vez, que muchas de esas situaciones o personajes pseudohistóricos fueron reales. Se trata de personajes y situaciones plasmados en la imaginería popular durante siglos, para transmitir esos mitos a generaciones posteriores, y que han tenido una brutal repercusión emocional en los creyentes. Yo lo sé porque fui uno. Y, como la mayoría de los lectores, temblaba de emoción la noche del 6 de enero, cuando Gaspar, Melchor y Baltasar se agazapaban en la oscuridad de mi cuarto para traerme los regalos, incluso aunque fuese un niño tan rebelde.
Pero ¿por qué en las catacumbas y en los restos arqueológicos del Vaticano los Reyes Magos son dos, cuatro, seis, nunca tres? ¿Por qué en ningún momento se les identifica con Gaspar, Melchor y Baltasar? ¿Por qué ni en la Biblia ni en las catacumbas, ni en ninguna evidencia arqueológica vaticana constan sus nombres, que eran reyes o que uno era negro? ¿Por qué la milagrosa «estrella» de Belén no parece una estrella, y menos aún milagrosa? ¿Todas mis ilusiones infantiles estaban sustentadas en un mito irreal? Y lo que es peor, ¿estaban mis creencias de adulto sustentadas en mitos igual de irreales?
Sé que no atento contra ningún dogma de fe católico al cuestionar la existencia de los Reyes Magos o de la estrella de Belén. Ya en 1606 el mismísimo Johannes Kepler identificó la «estrella» de Belén con una inusual conjunción astronómica del sol, la luna, Júpiter, Saturno y Venus, en la conjunción de Piscis, entre el año 8 y 6 a.C. Una conjunción tan llamativa podría parecer fuera de contexto seis u ocho años antes del nacimiento de Jesús, pero si a ese hecho unimos que el calendario que utilizamos, confeccionado por el monje Dionisio el Exiguo a petición del Santo Padre Juan I, en el año 526, tiene precisamente ese mismo error —un desfase de casi un lustro antes del año 0—, la conclusión del genial Kepler parece más que razonable.
Es raro que se produzcan esas conjunciones triples. De hecho, según los astrónomos, sólo se dan cada doscientos cincuenta y ocho años. La última se pudo ver en 1940-41 y no se repetirá hasta el 2198. Sin embargo, en 1940, y presumo que en el 2198, no existían ni existirán magos (en realidad astrólogos) mazdeístas (del mazdeísmo, la religión de Zoroastro) que puedan interpretar esa conjunción planetaria en el signo de Piscis como el nacimiento de un Mesías, un «pescador» de almas. Sólo Mateo (2:2) reseñó el episodio de la «stella» (que puede traducirse indistintamente como estrella, grupo de estrellas o conjunción), y fue Giotto el primer pintor que dio forma al mito, en el siglo XIV, en un fresco de la capilla de los Scrovegni, en Padua (Italia). A partir de ahí, todos terminamos imitando su «estrella» de Belén en la parte más alta de nuestro árbol de Navidad. ¿En catorce siglos nadie supo cómo fue la verdadera «estrella» de Belén?.
Tampoco, hasta el siglo XIV, se pintó a uno de los Reyes Magos como negro. ¿Es que los cristianos de las catacumbas, y los que les precedieron, no sabían lo que todos los niños del siglo XX conocíamos: que Baltasar era el rey negro? ¿O acaso no existió ningún Baltasar? Por más que he buscado en la Biblia, no aparece su nombre en ningún lugar. Ni tampoco el de Gaspar, ni siquiera el del buen Melchor. Los nombres de los Reyes Magos, como tantos otros elementos de nuestra fe que conmueven a los creyentes cristianos, provienen de los evangelios apócrifos. Igual que Joaquín y Ana, los abuelitos de Jesús, padres de María de Nazaret; Dimas, el buen ladrón crucificado junto a Jesús y primer santo de la historia; o la piadosa Verónica, que le secó el rostro en el Calvario, obteniendo la primera «fotografia» de Jesús.
Desgraciadamente, y para mi sor-presa, la Biblia tampoco dice ni una palabra de ese supuesto «rostro de Cristo», materializado en el paño de la inexistente Verónica, y que no surge en la tradición cristiana hasta mil años después de la muerte de Cristo. Si las catacumbas, y su Museo Pío Cristiano, contradicen las creencias más tiernas y emotivas de los cristianos, ¿he estado haciendo el ridículo durante mis años de creyente?
Infectada por el virus de las dudas, cualquier persona racional pero que sufre el estigma de la inquietud espiritual podría entonces buscar una respuesta a ese dilema en las páginas de la Biblia, supuestamente el libro dictado por Dios. Sin embargo, ahí descubriría que muchos tópicos que la imaginería religiosa primero y el cine después han implantado en nuestra mente colectiva son contrarios al texto bíblico literal. Por ejemplo, no fue Dalila quien cortó el cabello a Sansón, sino un hombre (Jueces 16:19); y Elías no subió al cielo en un «carro de fuego» (2 Reyes 2:11), sino en un torbellino. El «carro de fuego» sólo lo apartó de Eliseo. Eso no supone ningún conflicto teológico. Sin embargo, nos muestra hasta qué punto nuestros arquetipos culturales pueden distanciarse de la verdad histórica, o por lo menos del texto bíblico, que no es lo mismo.
Lo verdaderamente grave es que esa lectura más crítica y atenta de la Biblia nos descubriría con horror que no sólo las evidencias de la arqueología sacra pueden ser incompatibles con nuestras creencias, sino algo mucho peor para la fe del creyente: que la misma Biblia está repleta de contradicciones en sus propias páginas. La descripción de la creación que se hace en el capítulo uno y la que se hace en el capítulo dos del Génesis son totalmente incompatibles. Mientras en una los pájaros y los árboles son creados antes que el hombre y la mujer, que nacen a la vez, en la siguiente es totalmente al revés, y la mujer nace de un costado, no de una costilla, del hombre. Lo cual, dentro del absurdo, es un símbolo menos injusto. Adán moriría en el mismo día si comía de la fruta del árbol prohibido, según el Génesis 2:17; sin embargo, en 5:5 se afirma que vivió novecientos treinta años. Siempre creí que fue David quien mató a Golíat con su famosa honda, como asegura 1 Samuel 17:23-50, pero 2 Samuel 21:19 afirma que a Goliat lo mató Eljanán. Por no hablar de las atroces torturas que cometía David, y que nada tienen que ver con la imagen dulce y heroica que nos ha transmitido el cine.
Daniel 4:11 habla de un árbol tan alto que puede ser visto desde toda la tierra, lo que sugería a nuestros antiguos que el planeta era plano. Igual que la montaña tan alta que podía ser vista desde todos los reinos del mundo, citada por Matías 4:8. Sin embargo, en Isaías 40:22 se menciona «el círculo de la tierra». Según el Libro Segundo de Samuel (24:1), fue Dios el que impulsó al rey David contra Israel, pero según el Primero de Crónicas (21:1) fue el diablo En el mismo texto bíblico (1 Crónicas 215) se afirma que el censo hecho por David en Israel arrojó un millón cien mil habitantes. Pero del mismo censo, 1 Samuel 24:9 asegura que eran sólo ochocientos mil.
También se contradice la Biblia al censar los habitantes de Judá. Mientras en 2 Samuel 24:9 se citan quinientos mil, en 1 Crónicas 21:5 desaparecen treinta mil de esas personas. Según el libro de los Proverbios 305, la palabra de Dios es siempre la Verdad, pero en Ezequiel 14:9 engaña a algunos profetas. En Tesalonicenses 2:11 engaña a los malos, y miente también en 1 Reyes 22:23, 2 Crónicas 1822, Jeremías 4:10, Jeremías 20:7, etc. Según el Génesis (6:4) existían nephilim (gigantes) antes del diluvio. Según el mismo libro (7:21) todas las criaturas del planeta perecieron, salvo Noé y su familia. Pero en Números 13:33 vuelven a aparecer los nephilim después del diluvio. En Éxodo 20:4 Dios prohíbe la fabricación de cualquier imagen tallada, pero en 25:18 ordena la fabricación de dos. En Éxodo 205 y 34:7, Números 14:18, Deuteronomio 5:9 e Isaías 14:21 se afirma que los hijos sufrirán los pecados de sus padres. Pero en Deuteronomio 24:16 y Ezequiel 18:19 se afirma justo lo contrario. La lista de contradicciones en el Antiguo Testamento es infinita. «Pro-blema de los judíos», podría argumentar un cristiano.
Lo malo es que el Nuevo Testamento no es mucho mejor. El Segundo Libro de Reyes (2:11) describe la ascensión de Elías al cielo, y en la Segunda Epístola a los Corintios (12:2) fue un conocido de Pablo quien ascendió al cielo y regresó para contarlo. En Hebreos 11:5 también se menciona el ascenso a los cielos de Henoc, pero contra todo ello, en la misma Segunda Epístola a los Corintios (3:13) se asegura que sólo Jesús ascendió al cielo en cuerpo físico alguna vez.
Las genealogías de Jesús son contradictorias. En Mateo 1:16 el padre de José es Jacob, pero en Lucas 3:23 es Elí. Además, en la genealogía de Mateo (1:6), Jesús desciende de David a través de su hijo Salomón, pero según Lucas 3:31 desciende de su hermano Natán.
Al ver a Jesús caminar sobre las aguas, cualquiera asumiría que es lógico que los discípulos afirmasen: «Verdaderamente eres el Hijo de Dios», como asegura Mateo (14:33); sin embargo, Marcos 6:49 dice: «Pensaron que era un fantasma y gritaron».
María Magdalena no era prostituta. Esa difamación es fruto de una interpolada confusión de varios personajes distintos: la pecadora que lava los pies de Jesús (Lucas 7:37); la samaritana que habló con él en el pozo (Juan 4:7); la adúltera a la que salvó de la lapidación (Juan 8:1), etc. No profundizaré ahora en los porqués de esa manipulación.
Mateo 14:2 y 6:16 aseguran que Herodes pensaba que Jesús era Juan el Bautista, pero Lucas 9:9 afirma lo contrario. Todos suponemos que Judas se ahorcó después de traicionar a Jesús (Mateo, 27:5), aunque según Hechos de los Apóstoles 1:18 se partió la cabeza y sus entrañas se derramaron. Antes de eso, según Mateo 27:5, Judas arrojó las treinta monedas dentro del templo, pero según Hechos de los Apóstoles 1:18 compró un campo.
Según Mateo 27:46 Jesús pronunció sus últimas palabras en hebreo: «Elí, Elí», pero según Marcos 15:34 habló en arameo: «Eloí, Eloí». Y a continuación sentencio: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46), aunque Juan 19:30 asegura que lo que en realidad dijo fue: «Consumado es...». Entonces el centurión reconoció que Jesús era mucho más que un simple ser humano al decir: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios», según afirma Marcos 15:39; sin embargo, Lucas 23:47 lo contradice al afirmar que el centurión sólo dijo que «Verdaderamente este hombre era justo».
Hay muchas mas, basta comparar la descripción de la resurrección en los cuatro evangelios, las apariciones de Jesús, el descubrimiento de la tumba vacía, etc. Demasiadas contradicciones para la fe de alguien que necesita comprender las cosas para poder creerlas.
Parece razonable, entonces, acudir a la ciencia, para constatar la verosimilitud del Evangelio. Nada más contraproducente para la ya maltrecha fe del escéptico —que no es el que niega, sino sólo el que duda—. La inmensa mayoría de las incursiones científicas en el texto bíblico no hacen más que desacreditar su supuesta revelación directa por Dios, y sembrar aún más dudas al ya atormentado creyente. Según el Levítico 11:20-21 existían insectos y aves con cuatro patas, aunque nuestra biología no conozca ningún caso.
En el mismo libro 14:33-37 se cree que una casa o la ropa pueden contraer la lepra, y que dicha enfermedad se cura con encantamientos y sangre de pájaro 14:49-53.
La famosa manzana de Eva tampoco existió, al menos no necesariamente, ya que el Génesis 3:6 sólo dice que «tomó de su fruto y comió». Ese fruto, que la tradición católica identifica con una manzana, es un higo para los judíos, una naranja para los ortodoxos y una copa de vino para los musulmanes. Algunos antropólogos modernos, sin embargo, identifican ese fruto que dio la conciencia de ser a nuestros primeros padres, con algún tipo de planta o sustancia chamánica como la ayahuasca, el peyote o mi querido san pedro; mi particular fruto de la ciencia del bien y del mal, que los chamanes peruanos me tentaron a experimentar cambiando para siempre mi percepción de Dios...
En Éxodo 7:19-21 se afirma que Moisés probó el poder de Yahvé ante el faraón con un milagro:
«Todas las aguas se transformaron en sangre, sus ríos, sus canales, sus estanques, sobre todos sus depósitos, había sangre en toda la tierra de Egipto hasta en sus vasijas, tanto de madera como de piedra».
Sin embargo, inmediatamente afirma que los magos de Faraón hicieron lo mismo (Éxodo 7:22); lo cual resulta extraño, ya que si Aarón y Moisés lo habían transformado todo en sangre, no quedaba más agua para transformar. De todas formas, hasta los exégetas más escrupulosos aceptan que durante el aluvión otoñal, y debido a la gran cantidad de arcilla que llega de las montañas, y a ciertos microorganismos rojizos, el Nilo adquiere el color sangre por causas naturales. Probablemente ésa fue la primera plaga narrada en el Pentateuco.
Lo mismo podría decirse, según los científicos, de los sapos y ranas, que aparecen en los pantanos que se forman tras la retirada del Nilo, igual que los mosquitos (tercera plaga). El tábano (cuarta plaga) puede llegar a atacar a humanos y animales con los descensos del río, en enero. Y las úlceras bíblicas (sexta plaga) probablemente se relacionan con el carbunco, una dermopatía transmitida por el mismo tábano. La séptima, el granizo, es un fenómeno raro en Egipto, aunque no en Canaán durante el invierno.
La langosta (octava plaga) no es nada inusual para los agricultores orientales, cómo tampoco el «siroco negro», una tormenta de arena levantada por el viento Khamsin, que llega a Egipto a finales de marzo, y que puede cubrirlo todo de «tinieblas bíblicas» (novena plaga).
Por otro lado, si las plagas mataron a todos los animales de Egipto como relata Éxodo 9:6, ¿quién tiraba de los carros egipcios en la persecución a los judíos? Además, el milagroso paso del mar Rojo no ocurrió en el «Red Sea», sino en el «Rede Sea», mar de juncos o mar de cañas, Yam Suf en hebreo: una zona pantanosa de los Lagos Amargos, que en tiempo de Moisés estaba unida al golfo de Suez. El error proviene de la traducción al inglés que hizo Lutero, basándose en la anterior traducción de John Wyclif, en el siglo XIII.
En cuanto al maná caído del cielo, y que alimentó «milagrosamente» a los judíos en su éxodo, los beduinos todavía lo llaman man, y no tiene nada de milagroso, salvo para quienes, como los judíos, no conocían esta generosa dádiva de la naturaleza. Es una sustancia resinosa, que todavía se encuentra en la península del Sinaí, y que se forma en la corteza del tamarix mannifer. El calor de los meses de junio, julio y agosto hace que esa resina de sabor parecido a la miel resbale por el tronco y se endurezca con el frío de la noche, dando lugar a un «trigo o pan del cielo» que los beduinos recolectan y utilizan todavía hoy en su repostería.
Si algo he aprendido de los beduinos es que ellos, como todos los pueblos nómadas con los que he convivido en mi viaje tras el «secreto» de los dioses alrededor del planeta, saben mucho más de ciencia que de teología.
Creo que hasta el lector más devoto, que puede comprobar todas las citas que he dado utilizando una Biblia cualquiera, comprenderá que, ante tal cúmulo de contradicciones, uno pueda ver tambalear su fe y necesite buscar respuestas. ¿Y dónde encontrarlas mejor que contrastando las propias creencias con las de otros pueblos y culturas? ¿Sufrirán los pilares del islam, el budismo, el hinduismo, el judaísmo o el animismo las mismas deficiencias científicas que el cristianismo? En el Vaticano, muy cerca del Museo Pío Cristiano, existe otro museo extraordinario, fascinante: el Museo Etnológico.
Según Mateo 27:46 Jesús pronunció sus últimas palabras en hebreo: «Elí, Elí», pero según Marcos 15:34 habló en arameo: «Eloí, Eloí». Y a continuación sentencio: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lucas 23:46), aunque Juan 19:30 asegura que lo que en realidad dijo fue: «Consumado es...». Entonces el centurión reconoció que Jesús era mucho más que un simple ser humano al decir: «Verdaderamente este hombre era hijo de Dios», según afirma Marcos 15:39; sin embargo, Lucas 23:47 lo contradice al afirmar que el centurión sólo dijo que «Verdaderamente este hombre era justo».
Hay muchas mas, basta comparar la descripción de la resurrección en los cuatro evangelios, las apariciones de Jesús, el descubrimiento de la tumba vacía, etc. Demasiadas contradicciones para la fe de alguien que necesita comprender las cosas para poder creerlas.
Parece razonable, entonces, acudir a la ciencia, para constatar la verosimilitud del Evangelio. Nada más contraproducente para la ya maltrecha fe del escéptico —que no es el que niega, sino sólo el que duda—. La inmensa mayoría de las incursiones científicas en el texto bíblico no hacen más que desacreditar su supuesta revelación directa por Dios, y sembrar aún más dudas al ya atormentado creyente. Según el Levítico 11:20-21 existían insectos y aves con cuatro patas, aunque nuestra biología no conozca ningún caso.
En el mismo libro 14:33-37 se cree que una casa o la ropa pueden contraer la lepra, y que dicha enfermedad se cura con encantamientos y sangre de pájaro 14:49-53.
La famosa manzana de Eva tampoco existió, al menos no necesariamente, ya que el Génesis 3:6 sólo dice que «tomó de su fruto y comió». Ese fruto, que la tradición católica identifica con una manzana, es un higo para los judíos, una naranja para los ortodoxos y una copa de vino para los musulmanes. Algunos antropólogos modernos, sin embargo, identifican ese fruto que dio la conciencia de ser a nuestros primeros padres, con algún tipo de planta o sustancia chamánica como la ayahuasca, el peyote o mi querido san pedro; mi particular fruto de la ciencia del bien y del mal, que los chamanes peruanos me tentaron a experimentar cambiando para siempre mi percepción de Dios...
En Éxodo 7:19-21 se afirma que Moisés probó el poder de Yahvé ante el faraón con un milagro:
«Todas las aguas se transformaron en sangre, sus ríos, sus canales, sus estanques, sobre todos sus depósitos, había sangre en toda la tierra de Egipto hasta en sus vasijas, tanto de madera como de piedra».
Sin embargo, inmediatamente afirma que los magos de Faraón hicieron lo mismo (Éxodo 7:22); lo cual resulta extraño, ya que si Aarón y Moisés lo habían transformado todo en sangre, no quedaba más agua para transformar. De todas formas, hasta los exégetas más escrupulosos aceptan que durante el aluvión otoñal, y debido a la gran cantidad de arcilla que llega de las montañas, y a ciertos microorganismos rojizos, el Nilo adquiere el color sangre por causas naturales. Probablemente ésa fue la primera plaga narrada en el Pentateuco.
Lo mismo podría decirse, según los científicos, de los sapos y ranas, que aparecen en los pantanos que se forman tras la retirada del Nilo, igual que los mosquitos (tercera plaga). El tábano (cuarta plaga) puede llegar a atacar a humanos y animales con los descensos del río, en enero. Y las úlceras bíblicas (sexta plaga) probablemente se relacionan con el carbunco, una dermopatía transmitida por el mismo tábano. La séptima, el granizo, es un fenómeno raro en Egipto, aunque no en Canaán durante el invierno.
La langosta (octava plaga) no es nada inusual para los agricultores orientales, cómo tampoco el «siroco negro», una tormenta de arena levantada por el viento Khamsin, que llega a Egipto a finales de marzo, y que puede cubrirlo todo de «tinieblas bíblicas» (novena plaga).
Por otro lado, si las plagas mataron a todos los animales de Egipto como relata Éxodo 9:6, ¿quién tiraba de los carros egipcios en la persecución a los judíos? Además, el milagroso paso del mar Rojo no ocurrió en el «Red Sea», sino en el «Rede Sea», mar de juncos o mar de cañas, Yam Suf en hebreo: una zona pantanosa de los Lagos Amargos, que en tiempo de Moisés estaba unida al golfo de Suez. El error proviene de la traducción al inglés que hizo Lutero, basándose en la anterior traducción de John Wyclif, en el siglo XIII.
En cuanto al maná caído del cielo, y que alimentó «milagrosamente» a los judíos en su éxodo, los beduinos todavía lo llaman man, y no tiene nada de milagroso, salvo para quienes, como los judíos, no conocían esta generosa dádiva de la naturaleza. Es una sustancia resinosa, que todavía se encuentra en la península del Sinaí, y que se forma en la corteza del tamarix mannifer. El calor de los meses de junio, julio y agosto hace que esa resina de sabor parecido a la miel resbale por el tronco y se endurezca con el frío de la noche, dando lugar a un «trigo o pan del cielo» que los beduinos recolectan y utilizan todavía hoy en su repostería.
Si algo he aprendido de los beduinos es que ellos, como todos los pueblos nómadas con los que he convivido en mi viaje tras el «secreto» de los dioses alrededor del planeta, saben mucho más de ciencia que de teología.
Creo que hasta el lector más devoto, que puede comprobar todas las citas que he dado utilizando una Biblia cualquiera, comprenderá que, ante tal cúmulo de contradicciones, uno pueda ver tambalear su fe y necesite buscar respuestas. ¿Y dónde encontrarlas mejor que contrastando las propias creencias con las de otros pueblos y culturas? ¿Sufrirán los pilares del islam, el budismo, el hinduismo, el judaísmo o el animismo las mismas deficiencias científicas que el cristianismo? En el Vaticano, muy cerca del Museo Pío Cristiano, existe otro museo extraordinario, fascinante: el Museo Etnológico.
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